martes, 19 de febrero de 2008

GUILLERMO DUPAIX, pionero de la arqueología mexicana

Alto relieve en estuco en uno de los tableros del Templo de las Inscripciones. Foto JCR

Habrían de pasar 18 años desde 1787, año en que don Antonio del Río fechara en las ruinas de Palenque su informe al rey Carlos III, para que el Capitán de Dragones Guillermo Dupaix,[1] apareciera en la escena de los estudios mayas. A Dupaix debe reconocérsele como uno de los precursores de la arqueología no sólo de Palenque, sino de México. Conoció en compañía del sabio don Antonio Alzate y Ramírez, pariente cercano de Sor Juana, las ruinas de Xochicalco y él, por su cuenta, habría de recorrer algunos otros sitios del Altiplano Central, del Valle de Oaxaca y de la vertiente del golfo, como Tula, Mitla y El Tajín.

A su paso por nuestro país, el ilustre viajero alemán, Alejandro de Humboldt, llegó a tratarlo y conoció su colección particular. En uno de sus escritos el barón decía que Dupaix “había dibujado con gran exactitud los relieves de la pirámide de Papantla (El Tajín), acerca de la cual intenta publicar una curiosísima obra”.
[2]

Por interés manifiesto del Rey Carlos III Guillermo Dupaix realizó algunas visitas entre los años de 1805, 1806 y 1807, e hizo una rigurosa inspección de Palenque, en compañía del “excelente dibujante mexicano, Luciano Castañeda”.
[3] El único sitio maya de importancia que Dupaix visitó fue Palenque. De camino hacia éste estuvo en Villa Real de Chiapa, hoy San Cristóbal, donde pudo conocer a don Ramón Ordóñez —“el paladín de las ruinas de toda la vida”[4]—, quien de seguro alimentó sus expectativas. Continuó hacia Palenque, y ya en las ruinas estableció su campamento en la plaza, frente al Palacio, para desde ahí dirigir la exploración. Pese al apoyo del gobierno y de la protección de una nutrida escolta de Dragones, Dupaix reconoce en su informe la durísima tarea a la que se entregó: “todos estuvimos muy malos. El dibujante particularmente llegó hasta los umbrales del sepulcro”.

Luego de una primera revisión de edificios y dados sus conocimientos artísticos, Dupaix quedó perplejo ante las ruinas de la ciudad. En el Templo de la Cruz, por ejemplo, al que calificó de suntuoso, le sorprendió el gran parecido con el símbolo de la cristiandad, pues en el tablero central se encuentra una hermosa figura en relieve en forma de cruz que le ha dado nombre al tablero y al templo. Afortunadamente, pronto abandonó el intento de interpretar la compleja lápida. Las extrañas cabezas y la vestimenta de los personajes que encontraba plasmados en los relieves, lo llevaron a decir que aquella era una raza desconocida por los historiadores. Dupaix ignoraba, por supuesto, que los mayas deformaban su cabeza y se hacían incrustación y mutilación dentaria como rasgo estilístico propio. En la descripción que hace de los bajorrelieves, dice:

La mayor parte de las figuras están erguidas y son bien proporcionadas; todas se hallan de perfil, son majestuosas y casi colosales, pues miden más de un metro con 80 centímetros, en tanto que por sus actitudes se aprecia una gran libertad de movimiento, con cierta expresión de dignidad. Aunque suntuoso, su atuendo nunca les cubre completamente el cuerpo; se adornan la cabeza con yelmos, penachos y plumas desplegadas; y además usan collares de los que cuelgan medallones. Muchas de las figuras sostienen una especie de cetro o bastón en una mano; a los pies de otras están colocadas figuras más pequeñas en posturas reverentes, y algunas se hallan rodeadas de filas de jeroglifos.
[5]

El aire de autoridad y el elegante atuendo lo llevaron a concluir, con más intuición que conocimiento, que aquellas figuras representaban reyes y que las lápidas narraban la historia de la ciudad. Aún siendo ésta una conclusión en cierto sentido razonable, señalaba que algunas de ellas podían ser sólo decorativas, sin ninguna significación política o religiosa.


Es lógico pensar, por otra parte, que para la mentalidad europea de la época las figuras mayas fueran algo desconocidas y hasta deformes. Por ello, Dupaix dudó que los indios ch'oles contemporáneos de él fueran descendientes directos de aquellos que podían verse en tableros y estucos. Terminó por advertir, no sin cierta ingenuidad, que Palenque no tenía semejanza o influencia alguna de culturas como la china, la árabe o cartaginesa, ni tampoco relación con las obras de otros pueblos del viejo mundo.

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[1] Nacido en Austria hacia 1750, en una familia de origen francés, Dupaix había ido en su juventud a España, donde entró al servicio del rey. Se cree que murió en México en 1818.7[2] Humboldt, Alexander von, Researches concerning the Institutions of the Ancient Inhabitants of America..., 2 vols., Londres, 1814, 1, p. 43, en Brunhouse, op. cit., p. 22.[3] Soustelle, Jacques, Los Mayas, México, FCE, 1988, p. 229.[4] Brunhouse, Robert L., op. cit., p. 30.[5] Ibid., p. 31.

viernes, 1 de febrero de 2008

POR AIRE A SAN CRISTÓBAL, EN LOS ALTOS DE CHIAPAS


El conjunto de la Cruz en todo su esplendor. (Foto de JCR)
Instalados en una avioneta bimotor Cessna de ocho plazas al inicio de la pista, el Capitán Piloto Aviador, Jesús Figueroa, jaló sobre sí el acelerador, y el avioncito enfiló a toda máquina por la franja de asfalto hasta que dio un salto y empezó a elevarse, desafiando las leyes de la gravedad. Luego de dar un giro de 180 grados, sobrevolamos el pueblo de Palenque en dirección a las ruinas. Frente a nosotros, el macizo montañoso de la Sierra Madre del Norte de Chiapas; abajo, a nuestra izquierda, apareció el centro ceremonial de Palenque, como suspendido en el tiempo, justo en el arranque de las primeras colinas.

Don Moisés sacó un libro de su morral. Hurgó entre sus páginas y me señaló una de ellas. Me puse a leer:

Abriéndose paso por entre las aguas del Océano Pacífico y en un prolongado tiempo histórico, que los geólogos ubican desde los estratos metamórficos del paleozoico hasta los depósitos naturales del cuaternario —con rocas intrusivas, capas marinas y formaciones volcánicas—, las actuales tierras de Chiapas emergieron violentas a la superficie. Enormes cataclismos engulleron sucesivamente viejas rocas y bosques primitivos, que con el tiempo se convirtieron en mantos freáticos y yacimientos petroleros. Después, esta espesa costra, repoblada de plantas y violentamente desigual, fue recorrida como el cuerpo femenino de la madre tierra, y paulatinamente poblada y modificada por los hombres. Sus abruptas divisiones originales, sus universos primigenios, se mantienen hasta hoy, la tierra fría de altiplanos, coníferas y montañas, poco fértil pero sana, y la tierra caliente —K’ixin K’inal—, de valles interiores, verdes cañadas o espesura tropical y húmeda, refugio de perseguidos y fuente de enfermedades.


En el centro se levanta la zona montañosa de los Altos, que se continúa hasta la vecindad con Oaxaca, sólo interrumpida por el enorme tajo del Sumidero, que deja pasar entre cañones las aguas del Río Grande de Grijalva en su marcha hacia la planicie tabasqueña. Al norte, la cresta montañosa desciende lenta y boscosa, aminorándose poco a poco, desde cerca de los tres mil metros hasta casi el nivel del mar. Al oriente, el descenso semeja olas sucesivas de montañas que van a extinguirse en el interior de la selva del Petén. Desde los seiscientos metros de altura empieza la floresta tropical conocida hoy como Selva Lacandona, atravesada por largas cañadas; asiento de ríos, lagos, pantanos y caseríos aislados. En su flanco sureste, y antes de descender a la selva, a la depresión del Grijalva, o a estrellarse contra los Cuchumatanes, la región de los Altos se resolvió en enormes altiplanicies barridas por el viento: los llanos de Comitán y la región de los tojolabales.
[1]

Es una página de la Introducción de Antonio García de León, a su gran libro sobre Chiapas: Resistencia y Utopía,
[2] uno de los estudios regionales más importantes de la historiografía mexicana, en el que reconstruye la “portentosa historia de la lucha social en Chiapas —dice en su solapa— desde la Conquista hasta finales del cardenismo”. Es una obra en la que el autor revela un vasto conocimiento sobre el tema, pero también una gran pasión por esta tierra.
—¡Juan Carlos! —me gritó don Moisés y me hizo una señal con la mano para que me asomara por la ventanilla.

¡Eran las Cascadas de Agua Azul! Allí estaban, perpetuas. Sus aguas, color turquesa, se hacen más intensas al contrastarse con el jade de la selva. Pocos son los espectáculos naturales como éste que aún podemos ver en México. Pozas y cascadas de ensueño en medio de una impetuosa vegetación. Es cierto, donde hay agua, hay vida...


El Capitán Figueroa, experimentado piloto aviador que se precia de conocer todas las rutas aéreas de Chiapas, y con quien habríamos de volar en múltiples ocasiones, nos dijo que nos acercábamos a Ocosingo.


—Allí abajo, donde está el mercado —nos señaló—, se libraron combates entre el Ejército Mexicano y unidades del EZLN. Este pueblo, antes tranquilo y famoso por sus exquisitos quesos de bola —nos siguió explicando—, se convirtió en noticia de ocho columnas, como dicen ustedes los periodistas, durante los primeros días de 1994.


Don Moisés me volvió a hacer una seña para que me asomara por la ventanilla:


—Allí está Toniná
[3]—casi me gritó—. Su pirámide es la más alta en toda Mesoamérica.
Desprendiéndose de la montaña una enorme y compleja masa piramidal dominaba el frente de este centro, a sólo once kilómetros de Ocosingo. También se veían algunas pirámides menores y los montículos inconfundibles del juego de pelota. Un bosque intrincado cubría los alrededores. Montañas cada vez más altas se sucedían unas a otras y el avioncito seguía ganando altura. La vista se perdía hacia el extenso valle de Ocosingo, otra de las entradas naturales a la Selva Lacandona, por el lado de la región conocida como La Cañada.


Comenzó a bajar la temperatura al grado que tuvimos que ponernos las chamarras. En cuestión de minutos pasamos del calor húmedo de la planicie, al aire frío de las montañas. Se empezaron a ver los primeros manchones de coníferas y después los bosques. El Capitán Figueroa se comunicó con el controlador de vuelos de San Cristóbal y ante nosotros se abrió el alto valle de Hueyzacatlan, a 2,200 msnm., donde los conquistadores que encabezaba el Capitán Diego de Mazariegos, fundaron en 1528 la Villa Real, la Chiapa de los Españoles.
[4] Aterrizamos sin contratiempo.

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Referencias de esta entrada:

[1] García de León, Antonio, Resistencia y utopía. Memorial de agravios y crónica de revueltas y profecías acaecidas en la provincia de Chiapas durante los últimos quinientos años de su historia, México, Ediciones Era, 1993, tomo I, p. 25.
[2] Ver bibliografía.
[3] Ver Guía de zonas arqueológicas.
[4] A escasos 15 kilómetros de Tuxtla Gutiérrez, camino a Los Altos, se encuentra Chiapa de Corzo, encantadora población tropical que según la leyenda re­cogida por el Padre Remesal en 1619, fue habitada en los tiempos anteriores a la conquista por una tribu de bravos guerreros, los Chiapa, que provenía del norte de Nicaragua. Diego de Mazariegos, capitán del ejército español que aniquiló con saña la capital india, fundó, el 1° de marzo de 1528, una nueva ciudad en la margen derecha del río Río Grande o Grijalva que llamó Chiapa de los Indios, hoy de (Angel Albino) Corzo, en memoria del líder liberal chiapaneco. El clima calu­roso del lugar y la ambición, llevó a los conquistadores a buscar un lugar más propicio en las tierras altas. Luego de treinta días de exploración llegaron hasta el valle de Hueyzacatlan y allí fundaron la Villa Real, la Chiapa de los Españoles, hoy San Cristóbal de las Casas. Ha­bía pues dos Chiapa, y por ello se le denominó Las Chiapas, voz náhuatl con terminación española, de donde el nombre actual del estado: Chiapas. Por cierto que su nombre le viene de una semilla muy conocida en México y en Centroamérica con la que se prepara una bebida deliciosa y refrescante: la chía. La voz náhuatl chía de radicales desconocidas, asociada a la posposición apan, compuesta de atl, agua, y pan, sobre, forman Chiapan: “río de la chía”, “en el agua de la chía” o “lugar fundado sobre tierra mojada, donde se cultiva la chía”, en Gutierre Tibon, Aventuras en México 1937-1983, México, Diana, 1983, p. 86.

El Lenguaje de la Belleza

  Fotografías de Juan Carlos Rangel Cárdenas