domingo, 29 de junio de 2008

PALENQUE A ESCENA MUNDIA: JOHN LLOYD STEPHENS Y FREDERICK CATHERWOOD

John Lloyd Stephens


Uno de los libros más vibrantes y mejor ilustrados que se hayan publicado sobre los primeros viajes al área maya, se debe al abogado y viajero norteamericano John Lloyd Stephens, y a su colaborador y amigo el dibujante inglés Frederick Catherwood, que lleva por título: Incidentes de viaje en Centro América, Chiapas y Yucatán.[1] Gracias a esta obra, el pueblo maya de la antigüedad pudo finalmente ser descubierto a mediados del siglo pasado por el gran público europeo y de los Estados Unidos. Fue un libro con el que Stephens ganó fama y dinero.

Una vez egresado de la Universidad de Columbia, y debido a una recomendación médica, Stephens realizó un largo viaje por diversos países de Europa y por Egipto. Los viajes no sólo ilustran, como dice el refrán, también permiten a los hombres reconocer su propia cultura y distinguir aquellas que le son ajenas. Con un estilo claro y directo, Stephens hace precisas observaciones y atinadas comparaciones de los sitios mayas que fue visitando, entremezcladas con la narración fascinante de las experiencias más o menos pintorescas del viaje. La gran mayoría de los viajeros y expedicionarios que llegaron tras él, lo hicieron atraídos por sus relatos y por las estupendas acuarelas y grabados de Catherwood.

Stephens y su amigo entraron a Chiapas, desde El Petén guatemalteco, vía Comitán y Ocosingo. Para continuar hacia Palenque tomaron el viejo camino real de Yajalón, Tumbalá y San Pedro Sabana. Al salir de esta última aldea, se internaron en la parte noroccidental de la Selva Lacandona y las agrestes serranías adyacentes. Esta agotadora experiencia es narrada por Stephens con intenso dramatismo que lo hace a uno partícipe de su aventura. Hay un hecho que bien vale la pena recoger completo, para dar una idea del esfuerzo que hicieron. Stephens describe cómo, sentado en una silla, fue transportado por un indígena que lo cargaba sobre su espalda. He aquí el relato:

"Habíamos traído la silla con nosotros simplemente como una medida de precaución, con mucha probabilidad de vernos obligados a usarla; pero en una empinada cuesta, que por poco me hace estallar la cabeza de pensar en la subida, recurrí a ella por la primera vez. Era una grande y tosca silla de brazos, asegurada con tarugos y cuerdas de corteza. El indio que iba a conducirme, lo mismo que todos los demás, era pequeño, no mayor de cinco pies y siete pulgadas (1.67 m.), muy delgado, pero simétricamente formado. Una correa de corteza fue atada a los brazos de la silla, ajustado el largo de las cuerdas, y suavizada la corteza de la frente con una pequeña almohadilla para disminuir la presión. La levantaron dos indios, uno de cada lado, y el conductor se puso de pie, se quedó inmóvil un momento, me elevó una o dos veces para acomodarme sobre sus hombros, y emprendió la marcha con un hombre a cada lado. Esto era un gran alivio, pero yo podía sentir cada uno de sus movimientos, hasta las elevaciones de su pecho para respirar. El ascenso fue uno de los más escarpados de todo el camino. A los pocos minutos se detuvo y exhaló un sonido, usual entre los indios cargadores, entre silbido y jadeo, siempre doloroso para mis oídos, pero que nunca lo había sentido antes tan desagradable. Iba yo con la cara para atrás; no podía mirar el rumbo que llevaba, pero observé que el indio de la izquierda retrocedió. Para que mi conducción no resultara tan difícil, me senté tan quieto como pude; pero a los pocos minutos, al mirar por sobre mi hombro, vi que nos estábamos aproximando al borde de un precipicio de más de mil pies (300 m) de profundidad. Aquí estaba yo muy ansioso de bajarme; pero no podía hablar inteligiblemente, y los indios no pudieron o no quisieron entender mis señas. Mi conductor se movía con cuidado hacia adelante, con el pie izquierdo primero, tanteando si la piedra donde lo ponía se hallaba firme y segura antes de poner el otro, y por grados, después de un movimiento especialmente cuidadoso, adelantó ambos pies a medio paso de la orilla del precipicio, se detuvo y lanzó un tremendo silbido con jadeo. Mi conductor al respirar me subía y me bajaba, sentía su cuerpo temblando junto al mío, y sus rodillas parecían ya flaquear. El precipicio era espantoso, y el más leve movimiento irregular de mi parte podría arrojarnos juntos hasta el fondo. Yo le habría relevado por lo que faltaba de camino, con su paga completa por el resto del viaje, con tal de verme libre de sus espaldas; pero otra vez se puso en marcha y, con el mismo cuidado, siguió subiendo varios pasos tan cerca de la orilla, que aún sobre el lomo de una mula habría sido un paso muy desagradable. Mi temor de que se inutilizara o que tropezara era excesivo. Para mi completo alivio, la senda se apartó del precipicio; mas apenas me congratulaba de mi escape cuando descendió algunos pasos. Esto era mucho peor que la subida; si él caía, nada podría librarme de ser lanzado sobre su cabeza; pero me quedé ahí hasta que me bajó por su propia voluntad. El pobre muchacho estaba bañado en sudor, y cada uno de sus miembros temblaba..."[2]

Este delirante trayecto de cientos de kilómetros a través de la selva, fue uno de los más penosos y duros que realizaron Stephens y Catherwood en su recorrido por Centroamérica, Chiapas y Yucatán. Entre sus recuerdos más amargos están los diminutos mosquitos, a quienes llaman “asesinos del descanso”. Luego de las penosas jornadas de camino diario eran asediados por nubes de estos insectos que les impedían comer y descansar. Para dormir preferían meterse en las partes bajas de los ríos o ponían una pequeña fogata bajo sus hamacas, como hacen los lacandones. Al final de ese martirio Stephens exclamó exhausto: “Por fin salimos a un llano abierto y miramos hacia atrás la cordillera que habíamos cruzado, extendiéndose hasta El Petén y hacia la tierra de los indios sin bautismo”.[3]
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[1]Stephens, John Lloyd., Incidentes de viaje en Centro América, Chiapas y Yucatán, Guatemala, C.A., Imprenta Nacional, 1940.
[2]Stephens, John Ll., Incidentes de viaje en Centro América, Chiapas y Yucatán, en Jan de Vos, Viajes al desierto de la soledad. Cuando la Selva Lacandona aún era selva, México, SEP-Ciesas, 1988, p. 55-56.
[3]Ibid., p. 60.

El Lenguaje de la Belleza

  Fotografías de Juan Carlos Rangel Cárdenas