sábado, 28 de marzo de 2009

¡AL FIN EN PALENQUE!



El dibujo superior es una panorámica de Palenque desde el conjunto Norte. El montículo que parece en el centro-derecha, es el Templo de las Inscripciones tal y como lo encontraron los exploradores. Al fondo a la izquierda está El Palacio. En la imagen inferior podemos reconocer el Tablero de los Esclavos que forma parte de uno de los patios del Palacio. Ambas obras son del artista inglés Frederick Catherwood.

Ya en el pueblo, Sthepens y Catherwood se vieron metidos en circunstancias desagradables, pues de entrada no fueron bien recibidos por el alcalde del pueblo. Palenque había dejado de ser la ruta de los comerciantes hacia las tierras altas de Chiapas y de Guatemala, y se hallaba en una situación de franco abandono. Las pocas familias que habitaban el caserío llevaban a cabo una producción de autoconsumo y ocasionalmente intercambiaban víveres con los lacandones y los indios de la montaña. Así que lejos de allegarse de las provisiones necesarias para su estancia en las ruinas, se enfrentaron con una escasez de alimentos y provisiones.

Con muchos esfuerzos Stephens logró reunir algunos productos y animales en el pueblo y otras cosas que los indios que les acompañaban habían conseguido mediante trueque con los lacandones. Quedaba por hacer el trayecto a las ruinas. Poco antes de que saliera el sol dejaron la aldea. Los indios llevaban sobre sus espaldas los efectos personales de Stephens y de Catherwood en sendos baúles; previamente habían amarrado a éstos, con mucho ingenio, un par de guajolotes con las alas extendidas, una gallina envuelta en hojas de plátano con la cabeza y la cola descubiertas; también llevaban huevos atados a una cuerda de corteza como si fueran ajos para que no se quebraran, tiras de carne de cerdo, utensilios de cocina, pequeños sacos de arroz, frijol, maíz, sal y azúcar; además, chocolate, una lata de manteca y frutas como plátanos y naranjas.

Salieron hacia el plano y pudieron ver las estribaciones de la sierra a donde se dirigían. Muy pronto se vieron envueltos por una selva cerrada y oscura que siguió hasta las ruinas. Este encuentro de Stephens con Palenque es verdaderamente memorable. Él fue uno de los primeros occidentales cultos que lo admiró y lo recrea así:

Nuestros indios gritaron: “¡el palacio!”

En dos horas llegamos al Río Micol, y en media hora más al Otulá (Otulum), obscurecido por la sombra de la selva, y rompiéndose hermosamente sobre un lecho de piedras. Al vadearlo, muy pronto notamos montones de piedras, y después una piedra redonda esculpida. Espoleamos sobre un filudo ascenso de fragmentos, tan escarpado que las mulas apenas pudieron subirlo, hasta una terraza cubierta, lo mismo que todo el camino, con árboles, de tal modo que era imposible establecer su forma. Siguiendo sobre esta terraza, nos paramos al pie de una segunda, a tiempo que nuestros indios gritaron "¡el Palacio!", y por entre los claros de los árboles vimos el frente de un gran edificio ricamente ornamentado con figuras estucadas sobre las pilastras, raro y elegante (Fig. 14); los árboles crecían arrimados junto a él, y sus ramas entraban por las puertas; en estilo y efecto únicos, extraordinario y melancólicamente hermoso. Amarramos nuestras mulas a los árboles, subimos por una fila de gradas de piedra separadas y derribadas por la fuerza de la vegetación, y entramos al palacio, paseándonos por algunos momentos a lo largo del corredor y por el patio; y después que terminó la primera ojeada de ansiosa curiosidad, regresamos a la entrada, y, parándonos en la puerta, hicimos una descarga de cuatro tiros cada uno, que era la última carga de nuestras armas de fuego. A no ser por este modo de expresar nuestra satisfacción, habríamos hecho trepidar el techo del antiguo palacio con un ¡viva!

Habíamos llegado al término de nuestro largo y fatigoso viaje, y la primera ojeada nos indemnizó nuestro trabajo. Por primera vez nos hallábamos en un edificio erigido por los habitantes aborígenes, levantado antes que los europeos tuviesen noticia de la existencia de este continente, y nos preparamos para hacer nuestra morada bajo su techo. Seleccionamos el corredor de enfrente para nuestra vivienda... Derribamos las ramas que penetraban al palacio, y algunos de los árboles de la terraza, y desde el piso del palacio mirábamos la copa de una inmensa selva extendiéndose a lo lejos hasta el Golfo de México.(1)

Palenque fue descubierto en un estado de conservación bastante bueno en comparación con otros centros mayas. Y esto fue algo que impresionó y sigue impresionando a los viajeros. Stephens y Catherwood pronto se dieron cuenta, gracias a sus viajes y a su sensibilidad artística, que el máximo orgullo de Palenque eran sus relieves de estuco, que aparecían por doquiera, a la par de las inigualables lápidas que se encuentran dentro de los templos del Sol, de la Cruz y de la Cruz Foliada. Pero también se admiraban con los claros de las ventanas que tenían forma de cruces, con los techos inclinados de los templos que estaban rematados por cresterías; con el acueducto que conducía una corriente a lo largo del asentamiento y, por supuesto, con los jeroglíficos que estaban impresos en grandes tableros, moldeados en estuco o esculpidos en piedra. Stephens y Catherwood quedaron deslumbrados por ese “estilo y efecto únicos, extraordinario y melancólicamente hermoso”.

Stephens relata cómo su amigo se esforzaba por reproducir con fidelidad los intrincados glifos que había dentro de los templos. Cuando hacía sol algunos peones le reflejaban la luz mediante lajas de piedra blanca, y en otras ocasiones, lo auxiliaban con teas encendidas dentro de los templos, pues las intensas lluvias cerraban el cielo por completo y ensombrecían el ambiente.

Los dos expedicionarios llegaron a considerar que el relieve del Templo del Sol era la cúspide del estilo artístico maya. Stephens lo valoró como “el más perfecto y más interesante monumento de Palenque”. Catherwood decía, por su parte, que había quedado tan impresionado por el diseño del tablero, que se había impuesto la tarea de dibujarlo y darlo a conocer al mundo en el futuro libro de su amigo.

Merced a la colaboración de estos dos hombres, Palenque y el área maya empezaron a ser referencia en círculos cultos cada vez más amplios y a provocar la curiosidad en las cortes europeas. Con su libro excepcional demostraron que es posible recuperar para la historia del hombre, las construcciones y las culturas que por azares del destino permanecieron desconocidas y hasta olvidadas. Dejemos que el propio Stephens nos diga una última impresión sobre Palenque:

... aquello... que teníamos ante nuestros ojos era grandioso, singular y suficientemente notable. Aquí estaban los restos de un pueblo culto, refinado y peculiar que había pasado por todas las etapas inherentes a la grandeza y decadencia de naciones, había alcanzado su edad dorada y había sucumbido, totalmente desconocido. Los vínculos que la conectaban con la familia humana estaban rotos y perdidos; éstos eran los únicos memoriales de sus huellas sobre la tierra...
En el romance de la historia del mundo, jamás me impresionó nada más fuertemente que el espectáculo de ésta en un tiempo grande y hermosa ciudad, trastornada, desolada y perdida; descubierta por casualidad, cubierta de árboles por millas en derredor, y sin ni siquiera un nombre para distinguirla.
Aparte de todo lo demás, era un doliente testigo de las mudanzas del mundo.(2)

1) Ibid., p. 69-70.
2) Stephens, John Ll., “Expedición a Palenque”, en Revista Arqueología Mexicana, inah-Ed. Raíces, p. 34.

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  Fotografías de Juan Carlos Rangel Cárdenas